Viene del latín complacentia, relacionado a estar a gusto con uno mismo, satisfecho, contento. Esta postura de business as usual genera un agradable confort y el lema es: no hagan olas; quietos, amigos todos, somos una familia feliz.
De los ocho pecados del éxito: complacencia, arrogancia, politiquería, pérdida de clientes, uni-dimensionalidad, fuga de talentos, incrementalismo y negación, el primero es quizá el más difícil porque es cuando la pasión ya se apagó. No es lo mismo cometer un error en el camino a querer ser más, a no querer ni siquiera intentarlo.
La gente que está en esta posición usualmente se siente que tiene derecho a estar bien, a gozar de los frutos de su trabajo o talento, y opta por relajarse. Se le olvida que la vida no es justa, ni se mortifica por darle a cada quien lo que merece; la vida simplemente es, ocurre, nunca deja de avanzar y es fríamente práctica. Ni para qué adentrarse a los temas sobre el saldo acumulativo del karma oriental o de la promesa de vida eterna judeo-cristiana; esto es otra discusión.
Estamos quizá lejos de haber descubierto la fórmula precisa de “justicia divina” y las cosas parecen simplemente ocurrir. Las tragedias le pasan a buenos y malos, a trabajadores y flojos; los triunfos igual. La competencia en el mercado es de preferencias, competencias, configuración, habilidades, satisfacción, propuestas de valor, dinero. La guerra darwaniana entre empresas rara vez se rige por la justicia. Quizá pertenezca más a la visión de Nietzsche cuando se refiere a las tragedias griegas de Sófocles: crudas, difíciles de digerir, y reales.
No puedes ponerte a descansar porque la vida no descansa. El mercado cambia, la competencia arremete, el entorno te rodea. El caos tironea al cosmos y el cambio necesariamente se produce en esta tensión. Es duro aceptar que se vive inmerso en la ambigüedad, la ambivalencia, la ansiedad; pero es justamente en este tironeo, en los pesos y contrapesos, donde se construye y se evoluciona.
Es que una vez que tienes la respuesta de todo, las preguntas cambian; una vez que aciertas en el mercado, éste modifica sus preferencias; una vez que descuentas a una competencia, llega la otra.
Si se trata del retiro o de disminuir el paso que a veces acompaña a la edad, entonces se tiene que crear el equivalente a un sistema nervioso institucional que se conecte con la dinámica del mercado y catalice innovaciones en la organización. Andy Grove, ex líder de Intel, catedrático, escritor, se va un tanto al extremo y asegura que "sólo los paranoicos sobreviven", referido a un estado de ansiedad permanente.
Llevado al extremo, con el tiempo, un organismo termina por vivir en la ansiedad o vivir en la depresión. La ansiedad es el boleto para la vida. Estar vivo es estar incompleto, vacío, mocho, y por eso buscamos completarnos, llenarnos, integrarnos. Sólo cuando te dejas caer y dejas de luchar, la entropía te come, te derrumba, mueres y, probablemente, llega la plenitud o ya no importa.
La Segunda Ley de Termodinámica (en Física) asegura que los sistemas aislados se mueven espontáneamente hacia la entropía, que es desorden, caos, disipación, rompimiento de patrones y estructuras.
Si una compañía se aísla en su éxito -e incluso en su fracaso- y sobre-rutiniza sus actividades, deja de cuestionarse su existencia, de buscar oportunidades, de autoimponerse retos, acabará por acelerar su caída a la entropía.
Si no vas a algún lado, entonces vas para abajo; si no construyes, te estás destruyendo; si vives en la reacción, te niegas a la creación; si no exploras y descubres, te ensimismas y te destruyes. Como las bicicletas, si no hay rumbo y dirección, se tambalean y se caen.
Una empresa complaciente no quiere innovación. Aunque lo diga y lo prometa, sabotea inconscientemente las iniciativas porque causan revuelo organizacional, rompen con el sentimiento dulce y calientito del confort. El aferrarse al equilibrio mata al espíritu de aventura, conquista y cambio.
Entonces la organización se hace dura, inflexible, cerrada, como todo lo que es viejo. La cadena de valor se desmorona, los jugadores inquietos y emprendedores que formaban parte de la cadena se desalinean y se van por otros jugadores más parecidos a ellos, que compartan su entusiasmo, su interés por innovar. Y los que llegan a suplirlos se parecen al complaciente, hasta que acaban por ser una cadena de complacientes y juntos, tomados de la mano, se van al precipicio.
Y el talento se desespera, abandona al barco. La administración se aferra aún más y se autojustifica: aquí no caben elementos disruptores.
El sentido de urgencia, de metas, tiempos, desaparece; las fechas se recorren, se dejan las cosas para mañana. Los procedimientos, políticas y reglas se elevan casi a ley divina, se persigue cada punto y coma. Predomina el paternalismo, el subsidio, falta de compromiso individual; el grupo por arriba de la responsabilidad; los campeones del cambio se evaporan y se convierten en fantasmas.
¿Cómo lidiar con la complacencia?
Se requiere de una gran crisis, real o inventada. De algo que le ocurra a la empresa, o que le sea creado, para que rompa su paso amable por el mundo: un susto que los cargue de adrenalina; un oráculo que les diga que van a morir; un héroe que los inspire de nuevo; una chispa que se convierta en sistema; un nuevo sueño que agrande el anhelo.
Y si los jefes son los que forman el culto a la complacencia, esto se complica. Hay que hacerlos entender, implantar nuevas métricas y sistemas de compensación. Pero si la oficina del líder es el mismo templo del confort, entonces no hay otro remedio: hay que invitarlo a que salga de la empresa.
Quizá la amenaza lo despierte del letargo y lo haga estar dispuesto a cambiar la actitud complaciente por una de ansiedad. Todos merecemos una oportunidad, o dos, incluso tres, el tema es que el negocio lo aguante.
“Se necesita mucho valor para encarar a nuestros enemigos, pero no menos para oponernos a nuestros amigos.”
J.K. Rowling
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