Los valores son los principios que guían nuestros comportamientos. Reflejan lo que somos. Sin embargo, a veces, en un arrebato de soberbia y grandeza pasamos por encima de ellos. Al principio, puede que no tenga mucha importancia; con la sabiduría del tiempo el resultado no es difícil de pronosticar: frustración.
Tus valores son las expresión de tu alma, de tu yo más profundo, de lo que eres, y contra eso no se puede luchar. Y si te niegas a ti mismo, antes o después, lo pagas. De lo que se trata es de armonizar lo que soy con lo que hago.
El escritor hondureño Augusto Monterroso decía en una ocasión: «La sociedad intenta destruirte, convenciéndote para cosas que en realidad no deseas hacer». Ahí es donde entra en juego la libertad individual, ahí es donde tienes que demostrar, que «no hay mayor señor que aquel que se ha conquistado así mismo»; aquel que no se ha dejado seducir por los cantos de sirena (es muy fácil sucumbir a ciertas tentaciones) y sigue fiel a quien es. Tú decides, luego no eches la culpa a nadie.
En cierta ocasión, el veterano Charles J. Givens (1941-1998), editor y publicista norteamericano, contaba la siguiente historia. Dura pero cierta y muy repetida en el mundo directivo. Dice así:
«A finales de los años setenta, tuve ocasión de asistir en Washington, donde vivía por entonces, a una recepción en Capitol Hill (sede del Senado Norteamericano), en la que me presentaron a uno de los abogados más influyentes de los Estados Unidos. El hombre había dedicado su vida al trabajo en el seno de una de las mayores firmas de abogados del país: 384 abogados, distribuidos en las oficinas de Boston, Washington y Nueva York. Para dar pie a la conversación, le hice un simple comentario: “Debe Vd. estar bien contento y orgulloso de lo que ha conseguido. Muchos abogados tuvieron el sueño que Vd. ha sabido convertir en realidad, pero no pudieron con ello. Vd., sí”.
Esperaba que me contestara con un simple: “Gracias”. Muy al contrario, su cara pareció ablandarse y, tras beber un sorbo de whisky, me contestó: “Hijo, déjame que te diga qué pienso de lo que he sido capaz de conseguir. Desde que entré en la facultad de Leyes, incluso antes, mi sueño fue llegar a ser el mejor y el más grande. Me quemaba el deseo de levantar la mayor firma de abogados de mi país. Me casé con mi novia de la facultad cuando todavía estábamos estudiando, y –nada más recibir el título– comencé a trabajar día y noche para materializar mi sueño. Cuando mi mujer comenzó a decirme que le gustaría estar más tiempo conmigo, yo respondí: “Cariño, todo lo hago por ti”, a lo que contestó: “Si de verdad quieres hacer algo por mí, lo mejor que puedes hacer es pasar más tiempo conmigo que con tu trabajo”.
“Tuvimos el primer niño, y luego vino el segundo. Pero yo no pude estar allí cuando nació. Estaba abriendo oficinas en otras ciudades. Nuevamente, mi mujer vino a decirme: “Tienes que pasar más tiempo con nosotros”. Y mi contestación habitual era ésta: “Ahora estoy muy ocupado, pero esta situación va a cambiar”. Nunca cambió.
Ahora tengo 64 años. Mi mujer me abandonó hace 25 y no me volví a casar. Por entonces sufrí un golpe muy fuerte: pensaba que había hecho por ella todo lo humanamente posible para que disfrutara de todas las cosas materiales que una mujer pudiera desear. Hoy sé que estaba equivocado. Le di todo lo que yo quería que ella tuviera.
Mis hijos y yo apenas nos conocemos... nunca llegamos a conocernos. Ahora estoy jubilado de la firma. Ya no tengo energías para dirigirla y apenas me queda nada por demostrar. Eso sí: tengo unos nietos, a los que nunca he visto. Puesto que apenas traté a mis hijos, ahora ellos apenas encuentran una justificación para traerme a los niños”.
Al llegar a esta altura de la conversación, al hombre le asomaba el reflejo de una lágrima. “Si tuviera que comenzar de nuevo –dijo– primero decidiría qué es lo auténticamente importante para mí, y sobre eso levantaría mi vida... en vez de haberlo hecho sobre lo que yo creí que teóricamente debía ser importante para mí. Pero ya es tarde”.
Estas palabras fueron como un mazazo. Fue allí, en aquel momento, cuando advertí la importancia de conocer los valores en que uno cree, antes de lanzarse a construir los sueños y metas de la vida».
De todo el discurso, me quedo con el final: «Si tuviera que comenzar de nuevo primero decidiría qué es lo auténticamente importante para mí, y sobre eso levantaría mi vida». El Dalai Lama decía una vez: «Recuerda que no conseguir lo que quieres es, a veces, un maravilloso golpe de suerte». Y es que no siempre lo que decimos que queremos y lo que queremos realmente coinciden. Siempre me gustó la expresión de Woody Allen: «Me gustaría ser rico y vivir como un pobre». Eso no existe y cada alternativa tiene un precio. Tú decides cuál es el quieres pagar, pero luego no culpes a nadie.
“La confianza se contagia, también la falta de confianza.”
Vince Lombardi
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